Apaguemos el televisor y dejemos de escuchar la radio. Que no nos interesen los asuntos de la actualidad. Evitemos las declaraciones de los políticos y de los dirigentes gremiales, que no nos inmute la llamada crónica roja. Liberémonos de la pasión que desatan aquellos que corren tras la pelota y de los polémicos comentarios de quienes se profesionalizan en analizar sus rendimientos. Descolguémonos de la dramática realidad de la que sólo somos víctimas. Frases como éstas, con ese tono y en ese sentido, son comúnmente repetidas por algunos difusores de ciertas corrientes espirituales. El mensaje, que a veces se transmite con características de exhortación, nos convoca básicamente a una situación de abstracción de nuestra cotidianeidad material como si fuera condición indispensable para avanzar en el plano espiritual.
Es un planteo por lo menos llamativo, cuya literal puesta en práctica implicaría el desentendimiento de procesos sociales en los cuales estamos insertos, que nos afectan, nos condicionan a nosotros y a los que amamos, sería un peligroso meterse para adentro desconociendo el contexto en el que se desarrolla nuestra vida. Una actitud que vendría a confirmar el desagrado por lo que nos rodea, que lo rechazamos, nos repele, pero que elegimos dejar que todo siga tal cual. Es tomar el camino que lleva a claudicar la capacidad de propuesta e incidencia; paradojalmente, la forma más efectiva de colaborar con la perpetuación del “sistema”.
Parece un pensamiento mágico que vincula la desactivación de los dispositivos con la posibilidad de que la realidad cambie automáticamente. Algo así como que aquello que no forma parte de mi conocimiento no existe o deja de ser.
Quizás sea más productivo asumir que los recursos materiales que nos ofrece este momento histórico pueden darnos una mano fundamental para la difusión de mensajes que impulsen las búsquedas espirituales y nos acerquen a Dios. Que la coyuntura nos ofrece un cúmulo de herramientas hasta ahora desconocido que deben jugar a favor.
Pero para avanzar en esa línea es imprescindible que nos reconozcamos como mujeres y hombres de este tiempo y que lleguemos a asumir el desafío de ser protagonistas de nuestra historia, tanto de la individual como de la colectiva. Si nos molestan las decisiones que toman los que nos gobiernan no es dejando de escucharlos como van a cambiar. Si las organizaciones sociales no toman el rumbo que esperamos aislarnos de ellas no hará que se reorienten. Desconocer los padecimientos de nuestro pueblo o los logros que celebra no es garantía de nuestra elevación espiritual.
Es cierto que cada cual tiene algunas virtudes y debe cultivarlas y habrá quienes necesiten profundizar en el silencio tomando cierta distancia de la sociedad pero seguro que esa receta no es de aplicación general. Así como se podrían mencionar varios ejemplos de ese desarrollo, de esas formas de vida, también es cierto que la historia nos muestra muchísimos casos de personas que alcanzaron un elevadísimo nivel espiritual sin que jamás se desentendieran de sus entornos; por lo contrario, que buscaron mejorarlos por todos los medios posibles. Jesús es el ejemplo más nítido, al menos para nuestro mundo occidental.
Denunciar, echar luz, difundir, compartir, hacer saber, aportar, proponer, incidir, no rehuir a nuestras responsabilidades como ciudadanos, trabajar activamente para que las realidades no sean tan duras, combatir la injusticia, dar una mano al que lo necesita, abrazar con amor y honestidad causas dignas son, sin la más mínima duda, oportunidades para crecer internamente.
Que la oración también sea acción. Que tengamos la capacidad de encontrar a Dios en el que camina a nuestro lado y no claudiquemos en el intento de construir un mundo mejor para todos.
Eduardo Rodríguez